Un golpecito de aldaba, entre queriendo y no queriendo, y una puerta que se entreabre:
alguien se descubre la cabeza y con el descomunal sombrero apretado entre las manos
pide, por amor de Dios, agua o tortillas. Los hombres de Zapata, indios de calzón blanco y
cananas cruzadas al pecho, merodean por las calles de la ciudad que los desprecia y los
teme. En ninguna casa los invitan a pasar. Dos por tres se cruzan con los hombres de Villa,
también extranjeros, perdidos, ciegos.
Suave chasquido de huaraches, chas-ches, chas-ches, en los escalones de mármol; pies que
se asustan del placer de la alfombra; rostros mirándose con extrañeza en el espejo de los
pisos encerados: los hombres de Zapata y Villa entran al Palacio Nacional y lo recorren
como pidiendo disculpas, de salón en salón. Pancho Villa se sienta en el dorado sillón que
fue trono de Porfirio Díaz, por ver qué se siente, y a su lado Zapata, traje muy bordado,
cara de estar sin estar, contesta con murmullos las preguntas de los periodistas.
Los generales campesinos han triunfado, pero no saben qué hacer con la victoria:
—Este rancho está muy grande para nosotros.
El poder es asunto de doctores, amenazante misterio que sólo pueden descifrar los
ilustrados, los entendidos en alta política, los que duermen en almohadas blanditas.
Cuando cae la noche, Zapata se marcha a un hotelucho, a un paso del ferrocarril que
conduce a su tierra, y Villa a su tren militar. Al cabo de unos días, se despiden de la ciudad
de México.
Los peones de las haciendas, los indios de las comunidades, los parias del campo, han
descubierto el centro del poder y por un rato lo han ocupado, como de visita, en puntas de
pie, ansiosos por terminar cuanto antes esta excursión a la luna. Ajenos a la gloria del
triunfo regresan, por fin, a las tierras donde saben andar sin perderse.
No podría imaginar mejor noticia el heredero de Huerta, el general Venustiano Carranza,
cuyas descalabradas tropas se están recuperando con ayuda de los Estados Unidos.