28.7.10

Objetos perdidos

El siglo veinte, que nació anunciando paz y justicia, murió bañado en

sangre y dejó un mundo mucho más injusto que el que había encontrado.

El siglo veintiuno, que también nació anunciando paz y justicia, está

siguiendo los pasos del siglo anterior.

Allá en mi infancia, yo estaba convencido de que a la luna iba a parar todo

lo que en la tierra se perdía.

Sin embargo, los astronautas no han encontrado sueños peligrosos, ni

promesas traicionadas, ni esperanzas rotas.

Si no están en la luna, ¿dónde están?

¿Será que en la tierra no se perdieron?

¿Será que en la tierra se escondieron?

El casi poder

Un golpecito de aldaba, entre queriendo y no queriendo, y una puerta que se entreabre:

alguien se descubre la cabeza y con el descomunal sombrero apretado entre las manos

pide, por amor de Dios, agua o tortillas. Los hombres de Zapata, indios de calzón blanco y

cananas cruzadas al pecho, merodean por las calles de la ciudad que los desprecia y los

teme. En ninguna casa los invitan a pasar. Dos por tres se cruzan con los hombres de Villa,

también extranjeros, perdidos, ciegos.


Suave chasquido de huaraches, chas-ches, chas-ches, en los escalones de mármol; pies que

se asustan del placer de la alfombra; rostros mirándose con extrañeza en el espejo de los

pisos encerados: los hombres de Zapata y Villa entran al Palacio Nacional y lo recorren

como pidiendo disculpas, de salón en salón. Pancho Villa se sienta en el dorado sillón que

fue trono de Porfirio Díaz, por ver qué se siente, y a su lado Zapata, traje muy bordado,

cara de estar sin estar, contesta con murmullos las preguntas de los periodistas.

Los generales campesinos han triunfado, pero no saben qué hacer con la victoria:


—Este rancho está muy grande para nosotros.


El poder es asunto de doctores, amenazante misterio que sólo pueden descifrar los

ilustrados, los entendidos en alta política, los que duermen en almohadas blanditas.

Cuando cae la noche, Zapata se marcha a un hotelucho, a un paso del ferrocarril que

conduce a su tierra, y Villa a su tren militar. Al cabo de unos días, se despiden de la ciudad

de México.


Los peones de las haciendas, los indios de las comunidades, los parias del campo, han

descubierto el centro del poder y por un rato lo han ocupado, como de visita, en puntas de

pie, ansiosos por terminar cuanto antes esta excursión a la luna. Ajenos a la gloria del

triunfo regresan, por fin, a las tierras donde saben andar sin perderse.

No podría imaginar mejor noticia el heredero de Huerta, el general Venustiano Carranza,

cuyas descalabradas tropas se están recuperando con ayuda de los Estados Unidos.